Esta misma tarde, mientras contemplaba el pedazo de calle que se observa desde el despacho, he descubierto una escena que imaginaba extraña, excepcional y que, después de consultar algunas fuentes de información, no lo era tanto. Me refiero al hecho de que un niño no quería permanecer en la vía pública, aprovechar ese espacio de tiempo que se les permite a los más pequeños para relajarse del confinamiento a que han estado sometidos durante semanas. Para cuando escribo estas líneas ya hace unos días que a los niños se les permite salir. Sin embargo, mi infantil protagonista tira con fuerza de la mano de su progenitor y patalea para regresar a casa, para volver a encerrarse en su minúsculo cuarto.
Hikikomori. En Japón, alrededor de dos millones de personas (en su mayor parte jóvenes) viven recluidos en sus viviendas, en sus dormitorios. Son los Hikikomori. Permanecen durante años aislados del mundo, sin atreverse a interaccionar con su sociedad, con sus semejantes. Son muchos, pero no son los únicos. En Estados Unidos el fenómeno comienza a ser incipiente y, si la tendencia se mantiene, cientos de miles de jóvenes Hikikomori comenzarán a sepultarse vivos en los hogares de Europa.
Es posible que a algunos este comportamiento les sorprenda.
A mí, una vez superada la sorpresa inicial de ver a un niño que no quiere seguir jugando en la calle, (de los japoneses me espero cualquier cosa, lo mejor y lo peor), no me intriga lo más mínimo. Lo considero natural. En el sentido de que es propio de nuestra naturaleza, de nuestro comportamiento etológico como animales que somos. Y no porque, durante estos largos días de encierro, disfrute encarcelado entre cuatro paredes durante un buen montón de días. O me divierta especialmente el dedicarme a subir y bajar escaleras a saltos para mantenerme en forma y consolarme de las montañas a las que no he podido abrazar durante todo este tiempo.
Si no me sorprende es por otro motivo.
Uno que aprendí cuando todavía era un niño y que viene de la mano de una de aquellas largas temporadas que pasaba en la aldea cantábrica que ya he nombrado alguna vez. Y, si me lo permitís, os explicaré que mi abuelo solía sentarse todas las tardes, cuando regresaba de echar unas partidas a aquellos bolos, bolones, que se jugaban (y juegan) en el Plantío de Cervera de Pisuerga, en un sencillo banco de madera que él mismo había preparado con un tronco caído de chopo y unas cuantas piedras colocadas en cada uno de los extremos. Lo colocó debajo de un espino albar, que por allí llaman majuelo, y al llegar al pie de él, se sentaba, sacaba unos hojaldres, me los ofrecía para que me sentara a su lado y se llevaba el dedo a los labios para pedirme que guardara silencio. Al poco, escuchábamos un leve balanceo en las ramas cercanas.
– ¿Ves?- me susurraba al oído- Ya está aquí el pajarillo.
Y el ruiseñor, desde su rama invisible, como en los versos de Pushkin, comenzaba a cantar.
Durante un buen rato permanecíamos en silencio, disfrutando de los trinos del cantor hasta que, en algún momento, me aburría y tiraba del fondo de los pantalones a mi abuelo que comprendía, muy a su pesar, que tocaba levantarse y regresar a casa. Algo que yo hacía a paso ligero de cabra legionaria, pues me imaginaba que alguno de mis amiguetes arrapiezos de entonces andaría zascandileando por los farallones de la peña, arrastrándose por los oscuros y húmedos recovecos de las cárcavas o haciendo el guaje por el río y, como es natural, ardía en deseos de unirme a ellos.
Él, dócilmente, como abuelo que era, se incorporaba, el ruiseñor se callaba durante unos segundos y únicamente, cuando desde su ocultísima atalaya comprobaba que nos habíamos alejado lo suficiente, reanudaba su canto.
Una tarde (y aquí es a dónde quería llegar) mientras permanecíamos sentados sobre aquel tronco, un hombre, al que yo había entrevisto en alguna ocasión, desde el cercano camino nos saludó en silencio y, a un gesto de invitación de mi abuelo, se sentó a nuestro lado.
El ruiseñor cantaba y escuchábamos la hermosa sucesión de notas, trinos y arpegios que surgían de aquella avecita que parecía lucirse ante un auditorio sorprendido y entregado ante sus facultades. En algún momento, algo más tarde, el hombre se incorporó. Se despidió con un saludo sencillo, se enfiló hacia la aldea y caminó por el sendero que avanzaba paralelo al cauce del río.
– ¿Quién es? – pregunté.
– Es el Pajarero.
– ¿El Pajarero?
Para el niño de barriada industrial catalana que yo era entonces, aunque algo asilvestrado por mis largas temporadas de osezno cantábrico, ese apodo me resultaba un tanto raro; no entendí del todo a qué se refería mi abuelo. Estaba acostumbrado a que, entre ellos (las mujeres no lo permitían) se llamaran por el mote. Él, por ejemplo, era el Gitano, por ser tratante de caballos, luego estaba el Taparrajas, albañil, el Garduña, que andaba con las piernas algo encorvadas, Cadenas, que es mejor no explicar, y otros que prefiero no recordar, pero Pajarero, aunque sencillo, me resultaba desconocido. Cabía la posibilidad de que fuera su oficio, como le sucedía al operario que no muy lejos de nuestro banco mantenía el molino, y al cual todo el mundo conocía como el Molinero.
– Sí, el Pajarero ¿Te has fijado cómo escuchaba?
– Sí.
– Siempre había sido un hombre muy aficionado a los pájaros. Así, mientras los demás hombres presumíamos de nuestros caballos o de la última partida ganada, él lo hacía de un pájaro. De un ruiseñor que cantaba como ninguno de los que he vuelto a oír.
– ¿Mejor que este? – señalé hacia el majuelo.
– Mucho mejor. Además aquel no tenía miedo de las personas y no callaba más que cuando llegaba la noche. Él lo tenía en su casa, dentro de una jaula…
– Por eso le llamabais el Pajarero – interrumpí, listillo de mí.
– No. Por aquella época le llamábamos José Luis que es su nombre de pila. Lo de Pajarero vino después. – ¿Cuándo?
– Después de la guerra, él pasó un tiempo en la cárcel, no mucho, unos pocos meses, pero durante el tiempo que permaneció entre rejas lo pasó tan mal que, lo primero que hizo en cuanto le soltaron y regresó a casa, fue coger la jaula con su ruiseñor, llevarla al campo, abrir la portezuela y dejar libre al pajarillo.
– Y el pajarillo se escapó.
– No. El ruiseñor no quiso salir de su jaula. De manera que él mismo lo sacó con cuidado de ella, abrió la palma de su mano y le pidió que volara….
Se incorporó, apoyándose en la cachava, del asiento. Miró hacia las ramas que nos cubrían y negó con la cabeza.
– Me parece que este ya no va a cantar más.
Seguimos el camino y, como era su costumbre, antes de cruzar el puente sobre el río Ribera (que se unía al Pisuerga unos trescientos metros más allá, por detrás de la casa de la sierra), se asomó para ver si encontraba algún ejemplar interesante entre las truchas que nadaban contracorriente.
Me asomé también y disfruté de los peces que, con su lomo arco iris, saltaban veloces y potentes para atrapar escurridizos mosquitos en el aire. Cuando caían, con su presa atrapada entre sus fuertes quijadas, me gustaba seguir los círculos que se formaban, al romper el cuerpo fusiforme del cazador la superficie de aquellas aguas cristalinas, y que la corriente transportaba, como una especie de dianas móviles, río abajo.
Entonces, cuando una de esas dianas pasaba justo por debajo del puente, y se convertía en invisible para mi vista, me acordé:
– ¿Y entonces el ruiseñor voló?
Mi abuelo apartó la vista de las truchas, se volvió hacia mí y me contestó.
– Sí.
– ¿Dónde fue?
-Voló de la palma de su mano al interior de la jaula.
Tardé unos segundos en dibujarme mentalmente lo que me quería decir. Cuando lo comprendí le volví a preguntar.
– Y eso ¿por qué?
– Porque el ruiseñor ya no sabía ser libre y no lo sería nunca más, porque cuando uno se olvida de ser libre, quiere dejar de ser libre y es muy difícil lograr que alguien, ya sea un ruiseñor o una persona, vuelva a verse a sí mismo cantando sobre una rama y mirando al atardecer y a la noche sin miedo.
Hace más de cuarenta años que esta anécdota tuvo lugar. Sin embargo, al rememorarla pienso en la mano abierta de el Pajarero con el ruiseñor sobre ella. Un ruiseñor que salta desde la piel blanca del humano solo para volver a su jaula. Y es, inevitablemente, la misma mano que el niño toma de su padre y de la que tira desesperado, con toda la fuerza de la que es capaz, para que le lleve de nuevo a su habitación.Quizás también la misma mano que se abre y sobre cuya palma millones de padres japoneses leen escrita una triste palabra japonesa: Hikikomori